Thursday 14 June 2007

Eva colgó el teléfono.


Prendió su mirada en la pared, en forma de gancho, y sostuvo por un momento con ella, la foto de David y ella en su último viaje juntos. São Paulo aparecía en forma de casas rotas y miseria, y de niños jugando junto a charcos de lodo.

En la foto David la miraba seguro y enamorado, y Eva permanecía inmóvil, con sonrisa congelada, de las que llevas dejando fija minutos antes de disparar.

Suspiró.
Pero no lloraba, sus ojos permanecían vidriosos y congelados. Como dos simples bolitas hechas perfectas a base de cristalino. En aquella posición parecía una muñeca rota, con sus tirabuzones, sus coloretes, pero con la cabeza hacia un lado.

Inmóvil, Eva sólo miraba la planta que colgaba del techo, con cazuela de mimbre y hojas llorosas. Se reflejaba en la ventana del salón, cristal semiopaco por la falta de delicadeza y cuidado por mantenerlo limpio. Volvió a sonar el teléfono. Se levantó y se dirigió hacia la cocina.

Sacó, arrastrándose para ello, un cazo del escurreplatos y abrió el grifo. El teléfono seguía sonando. Metió la punta de los dedos de la mano derecha bajo el chorro templado. Después la mano entera.

Se quedó mirando cómo su piel se iba poniendo más rosa. El agua cada vez estaba más caliente, pero ni se inmutaba. Y parecía, en efecto, la de una gallina sin pelo. Le pareció horrible. El teléfono paró de sonar en ese mismo instante, mientras Eva cerraba el grifo rápido. Cogió el cazo y lo llenó hasta la mitad. Paladeó su propia lengua. Estaba seca. Debió del grifo un poco. Pero estaba ardiendo y la escupió.

Sólo té. Un té estaría bien. Miró hacia la pared de gresite marrón donde estaba colgado el teléfono Domo y consultó la última llamada recibida. Era un número oculto.

Aún le debía quedar algo de té de la India. Humeaba en la taza verde. Sin azúcar. Y de un trago acabó con medio vaso de brevaje. Sobre la mesa, una pila de facturas y cartas del banco. Comenzó a escribir algo en uno de los sobres.

“A dónde”, escribió como si estuviera perdiendo la noción de la velocidad. Se miró en el fondo. Descubrió una chica mayor. Se parecía a ella, pero no se reconocía. Entonces se levantó de golpe.

Descolgó el teléfono y se puso a escuchar la línea en LA. “Como un diapasón”, pensó. Y cerró los ojos mecida por la continua nota. Momomomomomomm…. “El servicio contestador le informa de que no tiene mensajes”.

Y por fin lloró. Lloró porque estaba tan vacía como aquella taza verde.





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Remite


  • kay

  • Llegué por casualidad y por una conversación de cafetería envuelta en dudas. Encontré en los paraísos electrónicos los abrazos más auténticos... viajé sola por Kioto, por Dresden, embotellé lluvia y suelto lastre. Ahora sólo escribo, de oficio. Y en septiembre de 2009, años después de posarme para aterrizar, vuelvo a emprender una aventura voladora; desnuda y rellena de letras. bienvenido
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