La plaza número 68
Hace tiempo que quería escribir esta historia.
Es la historia de Matilde y Jorge.
Matilde es profesora de física de la universidad de Madrid. No recuerdo cuál, exactamente.
Jorge es profesor de su misma universidad.
Se casaron un día que yo desconozco, pero supongo que sería hace más de treinta años.
Estoy segura de que siguen enamorados.
Jorge y Matilde son unos vecinos encantadores. Su plaza de garaje colinda con la nuestra. Unas simple línea; nosotros la 69 y ellos la 68. La nuestra es algo más grande, por eso mi padre les comenta siempre que aparquen como quieran, y si les hace falta más espacio, no miren la línea nunca. Pero ellos nunca han querido necesitar más espacio, y aparcan su coche verde perfectamente.
Muchas veces nos encontramos aparcando, y ella saca sus libros, y nos cuenta que todo en la facultad es apasionante, que le encanta dar clase, y la luz que entra por las ventanas. Yo sé que a la gente esas cosas no le importan, y he sorprendido más de una vez a alguien sacudiendo la cabeza escuchando estas palabras. Pero siempre acaban sonriendo. Matilde es especialista en generar felicidad allí por donde pasa.
Jorge la mira de soslayo, y se ríe; sé que piensa que es el hombre más afortunado del mundo. Él es más reservado, pero sigue siendo igual de amable. Es un hombre divertido, con un humor que roza el absurdo. Tienen cuatro hijos. Pero ya no viven en casa. Siempre presumen de sus vidas, de sus azañas y de su futuro. Siempre.
Recuerdo que en COU, ella se ofreció para prestarme libros. Porque tienen un número infinito de libros, "de algunos, hasta tenemos dos y tres ejemplares". Yo tomé prestada "La Colmena", y la repasé por encima, aunque reconozco que nunca llegó a engancharme. Quizá no le di una oportunidad. A decir verdad, nunca le he dado una segunda oportunidad. Tomo nota.
Matilde tiene ojos grandes, pero los achina al hablar porque siempre sonríe a la vez. Jamás la he visto seria, nunca.
Suele bajar a hablar con mi madre. Yo le he abierto la puerta en muchas ocasiones, y siempre me pregunta qué tal me va la vida, si soy feliz, y qué espero de los días que vendrán.
Pero un día dejó de hacerme esa pregunta. Yo nunca lo pensé. Pero Matilde últimamente no me preguntaba por los días que vendrán.
Un día, sin saber bien por qué, tampoco recuerdo qué estaba haciendo, ni dónde estaba; ni siquiera de qué año estamos hablando, o si llovía, o hacía sol... O si aquel día había escrito algo, mi madre me hizo llorar. Esa misma mañana Matilde le contó que sus días no vendrían por mucho más tiempo, tenía cáncer. Ni siquiera recuerdo cuál de todos ellos. Qué más da eso ahora.
A partir de ahí, todo fue muy deprisa... Tanto que apenas sé decir qué pensé, qué hablé, o cuánto lloré a solas la enfermedad de la vecina de la plaza de garaje.
No pasaron muchas más semanas. Tampoco recuerdo que la sometieran a tratamientos agresivos. Era el año 2000, pero prometo que no recuerdo cuánto tiempo tardó en dejar de ver la luz, por las ventanas de la que tanto hablaba. Sé que dejó la facultad al poco tiempo de enterarse de aquello, y que Jorge tiraba de ella con todas sus fuerzas.
Pero un día simplemente, murió. Sé que mis padres fueron al entierro, no sé si al tanatorio. Pero sé que todos los sentimos muchísimo.
Es curioso cómo puedes llegar a sentir tanto por la pérdida de una persona a la que apenas conoces. Pero es más curioso cómo tantas veces se cumple la máxima de que las personas más valiosas sólo pasan por tu vida el momento justo para que te topes con ellas y te empapes de todos sus pequeños detalles, que les hacen ser únicos y perfectos en su imperfección.
Pero la historia alcanza hasta una segunda parte…
Jorge.
Cuando Matilde se fue, Jorge perdió la cabeza por completo.
Se volvió una persona triste, con la mirada perdida, intentando disimular tantas cosas que se reflejaban en el cristalino de sus ojos, radiante y vítreo.
Todos sabíamos que Jorge estaba perdiendo la cabeza. Pero pocos queríamos verlo. Pensábamos que quizá sus hijos se lo llevaran de aquella casa.
Recuerdo que llamó dos veces a nuestro timbre a la muerte de Matilde. Una fue para decirle a mi madre que se le caía el techo encima. Que la veía en todas partes y que su vida no tenía sentido ya.
Sé que dejó de dar clase y se encerró en su casa. Apenas salía, y de hacerlo, nunca era vestido con otra cosa que no fuera su bata granate, sus zapatillas de casa, típicamente de cuadros, y un carrito de la compra, en el que sólo se oían vidrios chocando entre sí.
Por esos meses, Jorge tenía el pelo largo. Un pelo color plata, fuerte aún, y triste en sí mismo. Se lo había dejado crecer hasta los hombros. Sé que alguna vez lo llevaba tan enredado que pensé que le habría dado por hacerse una coleta. Pero sólo fue una invención mía para no pensar en lo tan poco Jorge que era ya aquel anciano que se ganó la vejez en tan poco tiempo, tan rápido, con el tintineo de los cristales de botella en el carrito de la compra azul.
La segunda vez que llamó a nuestra puerta, Jorge comentó que tenía visita, y que había olvidado que a partir de las diez ya no venden alcohol en las tiendas. Mi padre le dio una botella de vino bueno, y cerró la puerta sacudiendo de un lado a otro la cabeza: “pobre hombre”…
Recuerdo haber oído a mis padres hablar bajito en la cocina y que les pregunté a qué había venido Jorge. Recuerdo que fue a los pocos días, y en otra conversación completamente distinta, cuando mis padres, no recuerdo cuál de los dos, me dijo que Jorge era alcohólico. Que el portero le había visto reciclando una veintena de botellas de alcohol hacía pocos días. Y que era costumbre en él desde hacía unos meses.
Tampoco recuerdo aquel día. Pero uno de tantos otros, el coche de Jorge apareció abollado. Nunca lo arregló.
Cuando sus hijos hicieron pública su muerte, sé que mis padres no se sorprendieron. Todos habíamos vivido la consumición de una persona, reducida en sí misma a la mínima parte de lo que fue; y era la segunda vez que lo veíamos, por amor. Jorge no sabía valerse por si mismo. Él mismo nos lo dijo, cuando Matilde estaba muriéndose. “No soy nada sin ella, yo no quiero ser sin ella.”
Supongo que no hay forma de concluir una historia así. Pero quizá algún día lo intente. No son mi fuerte las conclusiones cuando no tengo título. Y esta historia no lo tiene. Porque no sé cuál podría representar lo que aquí se cuenta. Una simple historia de escalera.
Escrito el sábado 30 de septiembre, a las 23:17